“Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”.
Pablo de Tarso
Edwin Sánchez (*)
Ciento diez administraciones, de 1838 a 2006, con 76 Directores Supremos de Estado, Presidentes, Juntas de Gobiernos, Triunviratos, uno Chachagua, debieron pasar hasta que un mandatario dio su lugar a la Iglesia Evangélica.
Fue un hito en la historia cuando el Comandante Daniel Ortega ingresó a una cruzada evangélica y compartió con pastores el estrado.
Allí, con muchedumbres de cristianos.
Alguien se atrevía a desmontar por segunda vez, el Estado Parroquial, una tarea todavía, lamentablemente, inconclusa.
El primero fue el General José Santos Zelaya, que irrumpió en una Nicaragua sumergida en lo más denso del oscurantismo, del absoluto poderío del clero y lo más retrógrado de la clase dominante.
No era un liberal de crucifijo. Era inteligente. Doctrinario. De convicción y visión.
Y una Revolución verdadera.
El segundo, el Comandante de la Revolución, Daniel Ortega Saavedra, aparece en medio de los rezagos del oscurantismo, la mentalidad conservadora que prevalecía a través de los hijos de la burguesía y pequeña burguesía que se rebelaron —política pero no ideológicamente— a Somoza; la guerra de agresión, el bloqueo económico, el Estado en poder de la Dirección Nacional y la Vicepresidencia más poderosa en los anales de Nicaragua.
No es un revolucionario dogmático. Inteligente, pragmático, con un sentido eficaz de identificar los tiempos y hacer los respectivos movimientos, también es hombre de visión y convicción. Y una capacidad de perdón y paciencia que no es tan usual en las primeras magistraturas de este siglo.
Ningún Jefe de Estado se dignó, antes del Comandante Ortega, a tomar en cuenta a la Iglesia Evangélica.
Es que no se podían “rebajar” a tanto.
Era un desprestigio para la “superioridad blanca”.
Pero un pueblo llama a otro pueblo a la voz del amor a la nación, no a los blasones, a las biografías rediseñadas y a “patriotismos” inflados que nunca se les conoció juventud.
Y fue su Gobierno incluyente, con la Vicepresidenta Rosario Murillo, que debió hacerle frente al año de la tragedia, sostenida, en 2018, sobre el trípode maldito de la Traición, el Odio y la Ambición.
Los nicaragüenses vimos, vivimos y sufrimos una furia diabólica de la que no hay registros en ninguna etapa de la Historia Nacional de Nicaragua.
Uno puede explicarse los comportamientos humanos, su extensa variedad, pero hay atrocidades, como las que soportó el pueblo de Nicaragua, ante las cuales toda interpretación jalada de los pelos de la calvísima justificación, es una ofensa al intelecto.
No fue una guerra en su sentido clásico, en la que se enfrentan soberanos desconocidos, sin malquerencias ni resentimientos. Esta guerra “limpia” en lo que se pueda, con sufrimiento, heridos y muertos, cuenta con reglas y convenciones internacionales.
Las Legiones impusieron a un país cristiano, que había recibido cantidades de evangelistas y misiones apostólicas que proclamaban a Nicaragua Luz de las Naciones, una carnicería. Carnicería sin normas, sin pizca de humanismo, pero con un exceso desmedido de incensado sadismo.
Los que ensangrentaron la Patria sabía a quiénes torturaban, violaban y asesinaban.
Fue la instalación de la barbarie.
Y de quienes por sus altas investiduras se esperaba la sensatez, la irrenunciable búsqueda de la paz, y el restablecimiento de la concordia, atizaron un fuego extraño que no pertenecía a Dios ni era propio de la cultura nicaragüense.
Encendieron los odios y hasta confirmaron, con prolongada reiteración y alevosía, el Golpe de Estado durante la primavera del cinismo, desde el primer brote de cardos, espinos, maleza y abrojos.
Hubo ciertos religiosos “nacidos de nuevo”, de los que abandonaron la piedad para abrazar la herética “Teología de la Prosperidad”, que se prestaron como furgón de cola al infierno. Gracias a Dios, no eran representativos —ni mucho menos líderes de sólida trayectoria—, de la Iglesia Evangélica.
Ni la dictadura de los Somoza se propuso consumar, durante los 45 años del dilatado cautiverio padecido por el pueblo, las monstruosidades que en solo tres meses perpetraron las huestes.
Sí. Hordas disfrazadas de monaguillos, de sotanas, de devotos del Santísimo, de santulones, de “pacíficos manifestantes”, de “estudiantes”, aparte de las damas “inmaculadas” y los “juniors” que de repente entraron en un éxtasis de caridad y sofisticada sensibilidad por los jubilados de la tercera edad, pero sin perder el glamour.
Los que vinieron al mundo en cunas de encajes igual: de pronto eran hijos de Madre Teresa de Calcuta, aunque en su dolce vita jamás se preocuparon, mientras estuvieron gobernando, por los empleados de sus mansiones, isletas, empresas, subordinados en sus despachos ministeriales, etc.
Y se presentaron con soberbia y altivez, diría el profeta Isaías, como los más “preocupados” por la nación. Los que siempre tienen “la razón”. Los “probos”. Los “dueños de la verdad revelada”. Los autorizados, “por unos dólares más”, a devorar Nicaragua a boca llena, si no está bajo sus riendas.
Son los que aún creen que “nacieron para presidentes”.
Esos, cuya sandinofobia probablemente compita con su envenenada aversión a los evangélicos de una sola pieza.
II
Precisamente quienes se califican “nacidos” y “ungidos” para “mandar”, invariablemente demostraron un aborrecimiento con sello heráldico y sin fisuras, a la Iglesia Evangélica.
Sienten un burlesco desdén a los evangélicos porque es parte de su código genético: no toleran a los que han aceptado a Jesús como su Único Salvador e Intermediario entre Dios y la Humanidad.
Es que se atrevieron a “profanar” la “cadena de mandos” del anacronismo conservador.
Si detestan a los evangélicos, más censuran a sus pastores que dan testimonio de que en Nicaragua hay Libertad de Culto.
La proclamación de la Palabra de Dios, sin restricción alguna, no es fantasía ni parte de algún guion oficial.
Si la realidad no puede ser sometida por ningún despacho del Estado, tampoco podrá ser manejada por organismos “no gubernamentales” de foráneas marmajas sí gubernamentales, que no son migajas.
Pueden enmascararse de “derechos humanos”, “fundaciones”, “pool” (des)informativo, falsos “observatorios”, de lo que sea, no obstante van en dirección contraria a la certidumbre de las muchedumbres que participan en cruzadas, vigilias, ayunos, adoración y alabanzas…
Allá aquellos “pastores” que siendo ninguneados de por vida, aún quisieran tomarse un selfie a lo Iscariote, con los que maldijeron el avivamiento espiritual de Nicaragua.
La casta que controló, desde el pensamiento conservador, el periodismo en Nicaragua para ponerle el fierro de su estirpe a la conciencia nacional, abominaba de los evangélicos.
Las voces de mil pastores que fueran, no valían nada en comparación a lo que dijera un solo obispo, por auxiliar que fuera, o lo que algún monseñor comentara acerca de cualquier tema.
Habitados por la decadencia y habituados a no permitir que nadie los contradijera, no toleraban que predicaran un mundo distinto al atraso que lideraban.
Y con esas mezquinas credenciales “democráticas”, todavía quieren dar cátedra de Libertad de Expresión, de Libertad de Pensamiento y hasta “denunciar”, los muy descarados, que en Nicaragua no hay Libertad de Culto.
Si hay quien duda de esta ostensible repulsa a la Iglesia Evangélica, puede ir a la Hemeroteca Nacional y comprobar cuándo la Junta Directiva de la familia oligárquica autorizó la Libertad de Expresión para los evangélicos. Cuándo debutó por fin en sus portadas, un humilde ministro de la Palabra.
Hasta en las afueras de sus instalaciones, kilómetro 4 de la Carretera Norte, orgullosos tenían un asta donde ondeaba su bandera confesional, por si algún despistado ponía en duda la medieval línea inquisitorial del rotativo franquista.
Si a última hora algún reverendo pudo salir en sus páginas, más amarillistas que blancas, no fue por un arrebato de democracia de última hora de aquella arcaica Dinastía Editorial.
Viejos zorros del negocio “periodístico”, la Dictadura Impresa, aunque no lo admitiera públicamente, reconocía que la población evangélica crecía exponencialmente. En tanto, el sector tradicional, menguaba.
Y aquí no hablamos de miles de evangélicos, sino de rebosantes cifras de seis ceros de carne, hueso y fervor al Creador, en una población nacional que ya sumaba, en 2001, poquito más de cinco millones.
Los mercaderes del Templo de la Desinformación no vieron ningún nicho de Dios.
Allí, en ese populoso territorio del alma nicaragüense tan despreciado, había un valioso nicho de mercado.
III
¿Por qué, pues, ese menosprecio inocultable de los gamonales, señoritos y dandis, a las denominaciones, pastores y fieles?
Por no “respetar” el viejo orden establecido que nos trajeron las naos de la Corona española.
Por no arrodillarse ante los señorones, sino solamente ante el Señor.
Por no considerar a nadie superior a los hombres.
Por no tributarle pleitesía al que por su pedigrí, poder y capital, se endiosó.
Porque atienden con seriedad la Voz del Altísimo y no el ruido, el chillido y el aullido del Bajísimo, del aristócrata, del “noble”, del “linajudo”, y del que exige, a los que juzga inferiores a él, una alfombra roja para “bajar” hasta “esos igualados”, si es que se digna a darles audiencia.
Porque no les rinden culto a los hijos de los hombres, por muy prima donna eclesiástica se crea y se mueva, como algunos en 2018.
Porque no ofrendaron sacrificios humanos —en los altares de sus tranques “geniales” — al príncipe de este mundo.
Porque siembran la Palabra de Dios, no la inquina.
Porque inspiran el Amor al Prójimo, y no hostigan ni instigan.
Porque no se dejan impresionar por las mitras, los altos cargos seculares, los estudios y especializaciones de un individuo.
Porque les tiene sin cuidado los abolengos, las petulancias, vanaglorias, y todo el chunchero anexo y conexo a la llamada “sangre azul”: los paridos con distanciamiento social incluido.
Porque el podio no es “área restringida” del pastor.
Porque la tribuna es democrática, para uso del pueblo.
Porque es la eclessia, pueblo de Dios. Asamblea popular. Que es el principio sin acepción de personas de la Iglesia.
Porque así se cumple, literalmente, aquella locución latina: Vox Populi, Vox Dei.
La Voz de Dios es la Voz del Pueblo.
Voz de los de cuna desconocida.
Al fin y al cabo, el Redentor no nació en Palacio.
Su cuna no estaba en las doradas alcobas de Herodes, ni de la alcurnia ni del Imperio.
Su casa era sencilla, el techo no estaba sostenido por columnas jónicas, no predicaba en templos monumentales ni en aras de lujo, tampoco caminaba bajo un palio.
Al sol y al calor, entre las multitudes, se encontraba aquel que, cantó Antonio Marcos, no cursó ninguna facultad, más en la vida él fue doctor.
¿Por qué, entonces, la prosapia repudia a “los otros”, a los “distintos”, a los que ya no se “acuerdan” de que “nacieron para obedecer”, y “pensar” y sudar calenturas ajenas por ellos?
Puntualicemos: es un odio a dos bandas. A los sandinistas y a los evangélicos.
A los primeros por el “pecado imperdonable” de arrebatarles el poder por las balas y por los votos. Y sobre todo, por demostrar, con una Revolución Verdadera, su colosal capacidad administrativa para transformar la nación en diez años, cosa que por ineptitud no hicieron en dos siglos de incuria y desconsideración a la Patria.
Porque el Frente Sandinista, liderado por el comandante Ortega y la escritora Rosario Murillo, los expuso, y quedó demostrado con claridad meridiana, que Nicaragua estuvo subyugada por la progenie de la mediocridad.
A los segundos porque el pueblo protestante acabó con el monopolio religioso; por no someterse a las supersticiones, estilos, y el supremacismo de la ideología conservadora del viejo establishment.
Y a ambos, por su origen de clase.
Por eso, así como tenían el país en sus garras, tienen “su iglesia”, no la “popular”.
Una de acuerdo a su estatus, a su “dignidad”, a su “pureza” de sangre…
Una, cuya riqueza actual es de 2 billones de euros, apenas en bienes inmuebles…
La “otra”, la de Verdad, nació en un pesebre.
No lo olvidemos.
(*) Escritor.