Por: Fabrizio Casari
Lanzada con eslóganes rimbombantes pero banales, la Cumbre de las Américas se consumiò en Los Ángeles. Para iniciar, al bajar el telón, se emitió un espectáculo chapucero en Los Ángeles, un acto retórico e inútil al más perfecto estilo yanqui, en el que a los globos se unieron llamamientos al continente para que confirmara su lealtad a Washington. El escenario era bochornoso: los países ausentes superaban en peso político a los presentes, y la escoria golpista recogida en Cuba, Nicaragua y Venezuela, formada por falsos presidentes, falsos demócratas, verdaderos asesinos y partidos inexistentes, deambulaba en una búsqueda indigna de dinero y apoyo sin que nadie le hiciera caso.
En el doble papel de anfitrión formal y patron, el Presidente de Estados Unidos, Joe Biden, inauguró la cumbre. Francamente, su discurso pareció el anuncio de una retirada de Estados Unidos en el continente. Un reconocimiento de la imposibilidad de sostener un desafío global de liderazgo planetario sin reforzar primero la presencia e influencia en lo que siguen imaginando como su patio trasero, que sería mejor, sin embargo, identificar como su hinterland y depósito de fuerza acumulada.
Ver también: La sinrazón de una nueva Cumbre de las Américas
La petición a la comunidad latinoamericana es inequívoca: no dejen solo a Washington en el enfrentamiento con Moscú, Pekín y las economías emergentes. Un enfrentamiento abierto y encubierto que se juega en el tablero mundial, incluido el propio continente americano, donde la penetración china, rusa, iraní e india en términos de comercio, préstamos y líneas de crédito, acuerdos de cooperación y colaboración científica ha alcanzado niveles notables.
En el discurso del Presidente de los Estados Unidos, las citas sobre la defensa de la democracia parecieron innecesariamente redundantes y las afirmaciones sobre los caminos a compartir de común acuerdo suficientemente irónicas. De hecho, demostrando que el diálogo entre iguales no es en absoluto la fuente de inspiración, Biden ya ha establecido por sí solo lo que el continente necesita.
La que se lanzó en Los Ángeles es una nueva asociación económica llamada “Asociación para la Prosperidad Económica de América”, es decir, una nueva propuesta del ALCA, ya enterrada en la década de 2000. Los fundamentos son, al fin y al cabo, los mismos: transferencia masiva de recursos, mano de obra barata y fuerza política y militar de los distintos países latinoamericanos a Estados Unidos. Con la reintroducción de viejas recetas bajo un nuevo nombre, Estados Unidos trata así de volver a poner el subcontinente americano bajo control político y económico.
Pero la presentación del proyecto, por sus contenidos y modalidades, delata la desesperación. Refleja la incapacidad de Estados Unidos para mantener un control firme sobre el continente. Denuncia la absoluta incapacidad de escucharse como interlocutores para volver a presentarse como amos absolutos, intolerantes a las razones, rostros y necesidades que no sean las de sus multinacionales en busca de mercados simplificados. Sí, porque América Latina, aún hoy, es imaginada por los Estados Unidos como un mercado sin competencia, una potencial, enorme y obligatoria facilitación de las importaciones/exportaciones para apoyar su economía en crisis.
El discurso de Biden reintrodujo el viejo traje. Es una actualización de la lógica propietaria concebida con la Doctrina Monroe, una colonización 3.0 con la que garantizar un trasfondo económico, político y militar que sirva de puntal fundamental en la confrontación/enfrentamiento con los competidores, y no sólo con los más grandes. Porque además de la alarma por la presunta penetración de China y Rusia en el continente latinoamericano, existe una amenaza aún más insidiosa para la relación entre los distintos países latinoamericanos y el conjunto del sistema económico internacional.
Una relación que ve la progresiva entrada de otras potencias internacionales como Irán, Turquía, Sudáfrica, los países del Golfo y la propia India, que ven en la inmensa riqueza del subcontinente un elemento de absoluto interés para su propio comercio y que consideran el fin del dominio estadounidense sobre el continente una simplificación de la relación y una mayor ventaja económica alejada de la asfixiante hipoteca de Washington.
Resulta paradójico que los devotos del libre mercado y de la globalización de los mercados se erijan en celosos poseedores del exclusivo dinamismo económico del resto del continente, pero esto no sólo debe interpretarse como una colosal incoherencia: es auténtico miedo. Estados Unidos no está en condiciones de proponer términos de beneficio mutuo, y mucho menos de entendimiento mutuo: la norma sobre la que descansa la relación con todos y cada uno de los países del continente americano es el mando político total de Estados Unidos.
Un descuento en la factura
Sin embargo, no faltaron las voces discordantes sobre los méritos y el método de convocatoria de la Cumbre, sobre todo de México, Bolivia y Argentina, presidente de turno de la CELAC y de los tres el único que está representado por un presidente. Las distintas intervenciones se centraron también en la cuestión de la representatividad y la utilidad real de un instrumento como la OEA, la Organización de Estados Americanos definida como el “ministerio de las colonias” por Fidel Castro. Hoy en día, varias personas lo llaman así, incluidos algunos amigos de EE.UU. como el presidente salvadoreño Bukele.
Es precisamente en la gestión de la OEA donde se desencadenan los posibles desencuentros entre EEUU y algunos países del Cono Sur. La gestión golpista y vacilante de Luis Almagro ya no se sostiene y la presidenta argentina, Fernández -ciertamente no es una campeona de la dignidad latinoamericana-, después de reprender a los Estados Unidos por las exclusiones permitidas por una interpretación abusiva de los poderes del anfitrión, ha pedido la destitución de Almagro.
No se trata sólo de un reconocimiento de un liderazgo ahora caricaturesco del cuerpo. Sobre su reemplazo, Fernández y el chileno Boric -probados amigos de EEUU- cuentan con ejercer un rol, tal vez proponiendo un liderazgo de centro-izquierda ultramoderno a cambio del impresentable burócrata uruguayo. Pero aparte de la petición de mayor influencia, que Washington no tendrá problemas en conseguir, al menos sobre el papel, no hay aspectos políticos relevantes que puedan inducir a una confrontación basada en el respeto a los intereses mutuos del Norte y del Sur del continente.
Un continente donde Cuba, Nicaragua, Venezuela y Bolivia representan ahora un punto de referencia político y sistémico, una doctrina económica y social completamente antagónica a la dominación imperial. Esto preocupa en gran medida a Washington, que teme fuertemente que se repita un escenario como el de la década de 2000 con el agravante de una evidente crisis de liderazgo y con una hegemonía estadounidense sobre la zona ya reducida por la participación de otros países.
La resistencia del campo socialista en todas sus expresiones, los posibles cambios de régimen en Colombia y Brasil hacen sonar la alarma del dominio imperial. Por ello, Biden pide a los aliados leales que participen en hostilidades por delegación contra los gobiernos del continente que no obedezcan a Washington. Las relaciones bilaterales se utilizan para el chantaje y las amenazas, la corrupción y la injerencia permanente en la vida política y económica, así como en la política judicial y el control de los aparatos militares y de seguridad de los respectivos países. Esta dominación se ejerce a través de una política de sobornos y amenazas contra los líderes políticos que se turnan al frente de los países, al menos en aquellos en los que el sentido de la soberanía nacional es una pesada carga retórica de la historia, que debe sacrificarse en el altar de la superioridad estadounidense considerada como salvaguarda de toda la región. El precio a pagar es la entrega de la soberanía a los intereses imperiales del gigante del Norte y, para que no se exhiba descaradamente, se persigue el empequeñecimiento de los países individuales mediante la exaltación de los foros continentales.
Una transferencia entre las distintas capitales y Washington; organismos que, como en el caso de la OEA o el Grupo de Lima, son auténticos artificios políticos, utilizados instrumentalmente para demostrar a la comunidad internacional que la gobernanza continental es compartida y no producto de la sola voluntad unipolar de EEUU. Encontrarán oídos dispuestos a escuchar: los sacerdotes del modelo imperial aspiran a los mejores asientos bajo la mesa puesta, donde comerán las sobras pero se sentirán comensales en lugar de platos.
En resumen, Washington está arriesgando mucho en América Latina. Reclamar para sí el gobierno del orden mundial unipolar parece una manifestación de arrogancia, pero hacerlo sin siquiera demostrar que es capaz de garantizarlo en su área de influencia se convertiría en una condena al ridículo. El riesgo es pasarse del “Destino Manifiesto” a la impotencia manifiesta.