Edgar Palazio Galo (*)
Actualmente, presenciamos un creciente proceso de deslegitimación del sistema internacional, en gran parte establecido por las potencias occidentales tras la Segunda Guerra Mundial. Este orden, fundamentado en principios y valores presentados como universales, ha servido en realidad para perpetuar la hegemonía de una élite global.
Este fenómeno tiene sus raíces en el siglo XX, cuando dos devastadoras guerras mundiales impulsaron una profunda revisión del orden internacional. La creación de la Sociedad de Naciones tras la I Guerra Mundial, y posteriormente la fundación de las Naciones Unidas (ONU) después de la II Guerra Mundial, representaron intentos de establecer un sistema basado en la cooperación y el diálogo entre naciones, aunque con evidentes limitaciones en cuanto a equidad y equilibrio.
Surgimiento de la ONU en el contexto de la posguerra
Tras las devastadoras guerras mundiales del siglo XX, surgió la esperanza de construir un orden global basado en la paz y la cooperación, lo que dio lugar a la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1945. Su Carta fundacional prometía “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y promover los derechos humanos, la dignidad y el progreso social.
Sin embargo, con el tiempo, la ONU ha sido vista como un instrumento al servicio de las potencias occidentales, especialmente de Estados Unidos, lo que ha debilitado su legitimidad.
El contexto global ha cambiado drásticamente desde la creación de la ONU, y las tensiones actuales cuestionan su capacidad para cumplir con su misión original. El sistema internacional, construido tras la II GM, está cada vez más fracturado, sostenido por una narrativa que exalta la democracia liberal y los derechos humanos, pero que en la práctica perpetúa la hegemonía de las naciones más ricas.
La aplicación selectiva de los principios de la ONU, guiada por intereses geopolíticos, subraya la necesidad urgente de una reforma profunda. Solo una ONU más imparcial y efectiva podrá enfrentar los complejos desafíos de un mundo crecientemente dividido.
El Consejo de Seguridad
El Consejo de Seguridad de la ONU, en su composición, refleja un claro enfoque hacia los intereses de las potencias occidentales. Los cinco miembros permanentes —EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia y China— tienen el poder de veto, un mecanismo que ha sido utilizado, especialmente por Estados Unidos, para proteger y promover sus propios intereses. Esta estructura ha limitado la capacidad del Consejo para actuar de manera imparcial y equitativa en la resolución de conflictos globales.
Uno de los ejemplos más claros es el uso repetido del veto por parte de EEUU, para bloquear resoluciones que buscan frenar las violaciones de derechos humanos por parte del gobierno israelí contra los palestinos.
Más allá del veto, la influencia de EEUU en la ONU se extiende a través de estrategias de presión política que promueven sus propios intereses. Estas prácticas no solo erosionan la autonomía de la organización, sino que también socavan su capacidad para actuar de manera efectiva e imparcial en la mediación de conflictos internacionales, poniendo en riesgo su legitimidad en el escenario global.
Reinvención de la ONU
El Padre Miguel d’Escoto Brockmann, presidente de la Asamblea General de la ONU en 2008-2009, abogó por una profunda reforma de la organización, con énfasis en su democratización, equidad y eficacia, especialmente para beneficiar a los países en desarrollo. Entre sus propuestas clave se destacó la reforma del Consejo de Seguridad, al que calificó como una de las estructuras más antidemocráticas debido al poder de veto de sus miembros permanentes.
El padre d’Escoto sugirió eliminar o limitar este poder de veto lo que permitiría decisiones más justas y representativas de la comunidad internacional. También propuso expandir el Consejo de Seguridad a 24 miembros, elegidos por la Asamblea General, distribuidos equitativamente entre los cinco grupos regionales de la ONU: 6 de África, 6 de Asia, 4 de América Latina y el Caribe, 4 de Europa Occidental y Otros, y 4 de Europa Oriental. Los miembros serán elegidos por un período de dos años, con renovaciones parciales anuales.
Manipulación de la agenda internacional
La injerencia de EEUU en la ONU se refleja en la manipulación de la agenda internacional, donde las prioridades de la organización tienden a alinearse con sus intereses geopolíticos. Este sesgo limita la capacidad de la ONU para actuar como mediador imparcial y refuerza la percepción de que favorece a las potencias occidentales, socavando sus principios de igualdad y justicia.
Un ejemplo claro es la implementación de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, cuyo enfoque ha sido moldeado por las prioridades de los países occidentales, a menudo ignorando las realidades locales de las naciones en desarrollo. El énfasis en el crecimiento económico como principal medida de progreso perpetúa un modelo que beneficia a una élite global, sin abordar las causas estructurales de la pobreza y la desigualdad.
Además, la presión sobre los países en desarrollo para adoptar políticas alineadas con el mercado global ha generado una dependencia económica que obstaculiza su crecimiento sostenible a largo plazo. Esto cuestiona la capacidad de la ONU para promover un desarrollo equitativo y una agenda global más inclusiva y justa.
Hipocresía en la protección de los derechos humanos
La defensa de los derechos humanos es un pilar fundamental de la misión de la ONU, pero su aplicación ha sido particularmente selectiva. Las potencias occidentales han utilizado la retórica de los derechos humanos para justificar intervenciones y sanciones militares, al tiempo que ignoran sistemáticamente las violaciones cometidas por sus aliados estratégicos.
Israel ha violado repetidamente el derecho internacional y los Convenios de Ginebra, así como los acuerdos de la ONU relacionados con conflictos armados y derechos humanos. Ignora las resoluciones de la Corte Internacional de Justicia y desatiende los compromisos multilaterales, actuando en complicidad con EEUU. Desde la resolución 181 de la Asamblea General, adoptada el 29 de noviembre de 1947, que proponía la creación de un Estado palestino, este derecho ha permanecido incumplido.
La resolución 194, de diciembre de 1948, reafirma el derecho de los refugiados palestinos a regresar a sus hogares, un derecho que Israel también ignora. Además, la resolución 242, impulsada tras la Guerra de los Seis Días en 1967, exige la retirada israelí de los territorios ocupados, pero ha sido olvidada.
A pesar de que en 2003 el Consejo de Seguridad reiteró estas resoluciones, la ocupación y la violencia han persistido. Israel sigue siendo el único país de la ONU que no ha definido sus límites territoriales, lo que facilita su ocupación. En 2020, más del 70% de las resoluciones de la Asamblea General fueron contra Israel, y en 2023, su embajador rechazó una resolución que pedía una tregua humanitaria en Gaza, afirmando que la ONU ha perdido toda legitimidad.
Esta inconsistencia socava la credibilidad de la organización y refuerza una narrativa de doble moral en la política internacional. Sin embargo, las potencias occidentales han utilizado los derechos humanos como un pretexto para imponer su hegemonía, como se evidencia en las sanciones a países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, sanciones que representan una violación del derecho internacional y del principio de autodeterminación.
Crisis de Legitimidad
El sistema internacional actual se basa en instituciones, acuerdos y normas que han estado dominados por una narrativa occidental desde su creación. Organismos como la ONU, el FMI y el Banco Mundial, aunque concebidos como plataformas de cooperación global, han funcionado también como herramientas de control, perpetuando la influencia de las potencias occidentales.
El concepto de “gobernanza global”, a menudo, ha sido un eufemismo para la proyección del poder hegemónico, ignorando el principio de autodeterminación de las naciones. En lugar de reflejar un esfuerzo colectivo, estas instituciones han operado en beneficio de un orden que privilegia a los países más poderosos y desatiende las necesidades de los demás.
Un claro ejemplo es el papel del FMI y el Banco Mundial. Aunque proporcionan préstamos a países en desarrollo, estos vienen acompañados de condiciones que imponen políticas de ajuste estructural y liberalización del mercado. Estas, en vez de fomentar un desarrollo sostenible o reducir la pobreza, priorizan la estabilidad macroeconómica y los intereses de los países acreedores, perpetuando un ciclo de dependencia.
En la reciente Cumbre del Futuro de la ONU, el Gobierno de Nicaragua advirtió: “Es preocupante que nuestros países en desarrollo continúen enfrentando los estragos de las crisis producidas primordialmente por el modelo económico egoísta e inhumano, que obstaculiza el desarrollo de nuestros pueblos, acrecentando así aún más la pobreza extrema, el hambre y las desigualdades en todo el planeta”.
Este panorama resalta la urgencia de un nuevo modelo internacional más equitativo y sostenible, que contemple las aspiraciones de todas las naciones, especialmente las históricamente marginadas.
Nuevas dinámicas de poder
La emergente influencia de potencias como Rusia y China está forjando un nuevo equilibrio global, desafiando la hegemonía occidental que ha prevalecido durante décadas. Estos países promueven modelos alternativos de cooperación internacional, marcando un cambio significativo en la estructura del sistema mundial.
El comandante Daniel Ortega ha afirmado que “el dominio imperialista ya no podrá ser más en el mundo; las fuerzas emergentes en diferentes regiones— fuerzas políticas, de estado y de los pueblos—defienden el respeto al derecho internacional y, por ende, fortalecen la multipolaridad”. Este cambio no solo refleja un nuevo paradigma político, sino que también señala la necesidad de redefinir las normas que rigen las relaciones internacionales.
Iniciativas como la Franja y la Ruta de China, el fortalecimiento de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y la expansión de los BRICS son ejemplos concretos de este desafío a las reglas tradicionales impuestas por Occidente. Estas estrategias buscan establecer redes de colaboración económica y promover una visión multipolar que priorice el desarrollo sostenible y la soberanía.
Las organizaciones regionales también desempeñan un papel crucial en este nuevo contexto. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA-TCP), la Unión Africana y la ASEAN están fortaleciendo la cooperación basada en el consenso.
Estos esfuerzos contribuyen al avance de la multipolaridad y a la creación de un orden internacional más inclusivo.
La disolución del antiguo orden mundial exige un nuevo modelo de relaciones multipolares, fundamentado en principios que reflejan la complejidad del mundo contemporáneo y la interconexión de los pueblos. Entre los pilares que deben guiar esta nueva arquitectura multipolar destacan:
- Respeto por la soberanía y la autodeterminación. Es vital que el nuevo orden priorice el respeto a la soberanía de los Estados y su derecho a determinar su propio destino. La autodeterminación debe ser una práctica efectiva en las relaciones internacionales, más allá de un principio teórico.
- Diversidad cultural y pluralidad de valores. La diversidad cultural es uno de los mayores legados de la humanidad. Un modelo renovado de relaciones internacionales debe fomentar el diálogo intercultural y construir consensos globales que respeten las particularidades de cada sociedad.
- Desarrollo sostenible y equidad global. La sostenibilidad debe ser el eje central del nuevo orden internacional, reestructurando las relaciones comerciales e inversiones para beneficiar a los países en desarrollo y reducir las desigualdades globales.
- Cooperación multilateral reforzada. Revitalizar el multilateralismo es esencial, lo que requiere una reforma profunda de las instituciones internacionales para hacerlas más inclusivas y representativas. La cooperación debe centrarse en desafíos globales como el cambio climático, la salud pública y la migración.
- Reforma del Consejo de Seguridad de la ONU. Ampliar su membresía e incluir más países en desarrollo es urgente para mejorar su representatividad y limitar el uso del veto en casos de violaciones graves de derechos humanos.
Conclusión
La ONU fue establecida como un mecanismo destinado a prevenir conflictos, fomentar la cooperación y abordar desafíos globales. Sin embargo, hoy enfrenta limitaciones significativas que obstaculizan su capacidad para cumplir con estos objetivos. La inacción ante crisis humanitaria, la ineficacia en la resolución de conflictos, la desigualdad en la estructura de poder y la falta de adaptación a nuevas realidades resaltan la urgente necesidad de una reforma profunda.
El futuro de la ONU depende de su capacidad para reconocer y corregir estas deficiencias. Si no se adapta a las dinámicas del mundo contemporáneo, arriesga no cumplir su mandato de promover la paz y la seguridad internacional. Para recuperar su legitimidad y eficacia, la organización debe emprender una reforma integral que aborde estos problemas y le permita desempeñar un papel relevante en la gobernanza global del siglo XXI.
(*) Profesor Titular UNAN Managua, Departamento de Extensión y Vinculación Social.
Muy interesante, esto lo desconocen muchos jóvenes de hoy en día que se dejan llevar por noticias de las redes sociales, sería bueno compartirlo a todos los que podamos.
Saludo las ideas y la forma en que las presenta el autor y la revista.
Considero importante destacar la posición de Nicaragua durante la 63 sesión de la ONU ejercida por Nicaragua en la persona del P. Miguel d’ Escoto, específicamente sobre el tema de la Secretaria General y las atribuciones que está tiene sobre la Asamblea General, lo que menoscaba la democracia del organismo y legaliza los más oscuros intereses del imperio estadounidense.
Saludos fraternos.