EL LIFTING DEL GOLPISMO

EL LIFTING DEL GOLPISMO

Por: Fabrizio Casari

El año 2023 en América Latina se abrió exactamente como se cerró el 2022, con golpes de Estado. Existen diferencias entre Perú y Brasil dictadas por la distinta situación económica, el diferente peso específico de los países y el respectivo papel en la escena mundial. En Perú, como en Bolivia, el golpe fue llevado a cabo por diputados y militares leales a Washington, y el hecho de que ni la Casa Blanca ni la OEA intervinieran para detenerlo, si acaso para apoyarlo, indica su génesis y explica también el silencio de los demás países.

Ante la indiferencia de los organismos internacionales que dicen proteger los derechos humanos, las fuerzas armadas llevan a cabo una sangrienta represión contra las protestas populares, que pagan un tributo diario de sangre en la batalla por la democracia. Castillo no tiene profundidad internacional, no tiene prioridades en las distintas cancillerías, y Perú sólo pesa en los activos del Cono Sur del continente americano, no tiene profundidad geoestratégica a nivel planetario. Por lo tanto, Occidente no va en contra de la voluntad de Washington.

En Brasilia, la historia ha sido diferente. Por su tamaño y su importancia económica y geoestratégica, Brasil interesa al mundo entero y la comunidad internacional se ha movilizado en torno a Lula. En parte porque goza de prestigio personal, y en parte porque un golpe de Estado en la octava potencia económica del planeta no es factible por varias razones, ante todo por las repercusiones económicas y financieras mundiales que generaría. Además, concretamente en Brasil, Bolsonaro no gusta a toda la comunidad internacional, a excepción de los seguidores de Trump y la extrema derecha europea. Y sólo la impresentabilidad de Bolsonaro genera la oposición de los gobiernos occidentales y liberalistas. De hecho, antes de que Bolsonaro tomara el poder, esa misma comunidad internacional había asistido en silencio al golpe contra Djlma, similar al que se dio contra Lugo en Paraguay. En definitiva, cabe preguntarse si el de Brasil fue realmente un golpe de Estado o sólo una demostración de fuerza y rechazo de la derecha.

Hasta la fecha, un golpe de Estado se considera como tal si:

1 ) Comienza y termina en un espacio máximo de 24 horas ; 2) Contempla la participación activa del ejército o parte del ejército ocupando el país y aplastando toda resistencia; 3) Si toma no sólo los lugares simbólicos del poder, sino sobre todo los reales. ¿Cuáles? El mando de las estructuras militares, el control de las redes de comunicación, agua y electricidad, el sistema de radio y televisión y las redes de transmisión analógica y por satélite, los medios de comunicación públicos, las instituciones financieras y los centros económicos más importantes, los aeropuertos, los puertos y las principales carreteras. Porque sólo controlando el funcionamiento general de la maquinaria del país se puede derrocar concretamente al poder establecido.

Dado que esto no ocurrió en Brasil, ¿es impropio hablar de golpe de Estado? No necesariamente. Lo que se vio en Planalto, de hecho, aunque no representa el esquema clásico del golpe en el plano subversivo, sí indica su identidad y perspectiva políticas subversivas. Es el inicio de una movilización permanente y violenta que la derecha social, religiosa y económica brasileña pretende poner en marcha para impedir a Lula cualquier proceso de reforma. No se piensa en una oposición intransigente, se piensa en cómo ni siquiera permitirle gobernar.

En su despliegue estético, vandálico, vulgar y con aspectos bufonescos, el vandalismo de los neopentacostales quiso lanzar un puente de afinidad ideológica y religiosa con el trumpismo, montando un espectáculo similar al visto dos años antes en el Capitolio. En común tienen una afinidad ideológica basada en el sincretismo religioso, la xenofobia y el misoginismo. Ambos reivindican políticamente el no reconocimiento del voto democrático, reconociendo la validez del proceso sólo si ganan ellos. Considerándose mayoría popular, no legitiman un resultado que no lo confirme en las urnas.

En algunos aspectos, esto es incluso más preocupante que un golpe de Estado clásico. Porque no delega el proceso subversivo en los militares, sino que presenta el apoyo popular con los derrotados como protagonistas. Convierte en sujetos activos a la capa media empobrecida que se identifica con la subversión, transformándola de un complot de unos pocos en una decisión de muchos y convirtiéndola en un fenómeno de masas en apoyo de los intereses de las élites, a su vez susceptibles de la “subversividad de las clases dominantes” de memoria gramsciana.

¿El golpismo como modelo?

El golpismo, que surgió en los años 60- 70 para contrarrestar el crecimiento de la izquierda, ya fuera guerrillera o reformista, ha sido siempre el arma de reserva del control imperialista estadounidense sobre el continente, ejercido a través de los militares y los terratenientes locales sobre sus países. Pero hoy podemos decir que ha dado una especie de salto: mucho más que una reacción a un proceso político independiente, se erige como una dialéctica política abierta y reivindicada sin tapujos. Ha adquirido la dimensión de una acción política repetitiva, configurada en tres niveles diferentes que varían en función de la situación concreta en la que actúa.

Venezuela en 2002 y 2019, Haití en 2004, Honduras en 2009, Ecuador en 2010, Paraguay en 2012, Bolivia en 2019, Nicaragua en 2018, Cuba en 2021, Perú en 2022 y Brasil en 2023. Han sido golpes de Estado, fallidos o exitosos, que denotan claramente cómo la idea del derrocamiento violento de los acuerdos institucionales y de los resultados electorales por parte de las derechas puede convertir a la izquierda y a sus gobiernos en una opción sin certezas de perspectiva y a sus victorias electorales en victorias pírricas.

Hay dos factores principales que caracterizan los golpes de Estado de esta fase histórica: el primero es el papel de Estados Unidos, que los promueve y apoya porque, como en los años setenta, el diseño estratégico es la reafirmación de su dominio. Consideran que los golpes de Estado confiados a castas militares y élites locales son el instrumento más adecuado para el control a distancia de las economías y sociedades latinoamericanas, garantizando a Washington el dominio militar y político y el saqueo de los bienes y recursos continentales, que en la historia han sido los requisitos previos para la transformación de Estados Unidos de potencia en superpotencia.

El segundo factor es la transformación de la naturaleza de la derecha, que ya no se limita a sectores del latifundio sino que se convierte en una derecha de masas, que invade amplios sectores de las sociedades y determina un bloque social y subcultural que se connota ideológicamente a la derecha, y ve en el conservadurismo extremo y en la identidad religiosa una dimensión de resistencia al cambio social.

Es una derecha reaccionaria que considera la evolución de las costumbres, el sentido común y la afirmación de las fuerzas de izquierda como una crisis de civilización. Cuestiona los cambios provocados por la tercera y cuarta revoluciones industriales y la incidencia de la segunda y tercera revoluciones tecnológicas, que han alterado los preceptos sobre los que se articulaba la arcaica estructura social, cuestionando poderes, estratificación social y roles, en particular el de la mujer. Esta derecha masiva, violenta, clasista, misógina y racista, armada de desesperación y rabia ante un mundo que no sabe leer ni interpretar, constituye la columna vertebral del nuevo conservadurismo.

La cuestión es cómo hacer frente a esta ola reaccionaria, impregnada de misticismo sincrético y odio social. ¿Es suficiente la voluntad política de aceptar regímenes democráticos y acatar sus normas para levantar un escudo protector ante tanta barbarie?

A finales del siglo pasado, hace más de veinte años, la izquierda guerrillera decidió que la opción democrática, además de ser humanamente más aceptable, capitalizaba más y mejor el consenso popular del que gozaba, incapaz de expresarse plenamente frente a una opción militar.

Nunca fue tan esclarecedora esta elección. Las guerrillas se convirtieron en sujetos de la competición política y los extraordinarios resultados electorales condujeron a victorias abrumadoras en Venezuela, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Ecuador, Bolivia, Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay. En los últimos años, a esa historia de victorias izquierdistas se han unido Perú y Colombia. Realidades cada una diferente de las otras pero todas orientadas hacia un diseño nacional, regional y continental diferente del previsto por la Doctrina Monroe.

Estados Unidos no se ha quedado de brazos cruzados. No pueden permitirse el lujo de una competición política justa y abierta, porque les haría perder progresivamente todo el continente. La democracia formal no puede ni debe buscar aplicación en la democracia sustantiva y, frente a una izquierda masiva y ganadora, el golpe de Estado deja de ser una de las opciones para convertirse en la principal de ellas.

Por esta razón, han dado golpes de Estado de tres formas diferentes: el clásico, como en Honduras, Bolivia y Perú; el parlamentario, como en Brasil y Paraguay; el llamado “cambio de régimen” o, para decirlo mejor, el “golpe suave” (que no tiene nada de suave), hecho pasar en los medios de comunicación bajo el nombre de “primaveras”. Aquí, incluso los protagonistas han cambiado en parte: el papel de las ONG y de los medios digitales no tiene precedentes en comparación con lo que vimos en los años setenta, y el golpismo se está adaptando.

Si este es el escenario, ¿qué hacer? Limitarse a defender por principio la centralidad de la democracia formal, por muy acertado que sea, entraña el riesgo de estar predicando en el desierto. La izquierda, ya sea moderada o revolucionaria, se enfrenta a un reto que no puede eludir: el de ser capaz de asumir el poder junto con el Gobierno ante sus victorias electorales. Lo que se necesita es una política hacia las fuerzas armadas y niveles autónomos de inteligencia que hagan a las fuerzas políticas de izquierda capaces de interceptar y circunscribir o aplastar los movimientos subversivos de adversarios y enemigos. Estar inconsciente, y además desarmado, es un requisito previo para el éxito de cualquier aventura golpista.

Esto está necesariamente ligado a las formas de representación. Sólo los partidos con capacidad de penetrar en los diversos sectores sociales permiten una presencia articulada en la sociedad. Reducirlos a estructuras electoralistas es la premisa del fracaso de cualquier victoria electoral. No es casualidad que los golpes fallidos sean los de Venezuela, Nicaragua y Cuba, donde los gobiernos revolucionarios se apoyan en partidos de masas, socialmente establecidos, armados y equipados ideológicamente. Combinan la fuerza con la razón, para recomponer la dicotomía del difunto Salvador Allende.

La izquierda no tiene otro camino que construir partidos que sean la referencia tanto de los sectores populares como de los propios gobiernos que llevaron a la victoria. Colocarlos en todos los ganglios de la sociedad y de las instituciones, armarlos y actualizarlos ideológicamente, es la única manera de garantizar una respuesta eficaz a los golpes de Estado. Parafraseando a Brecht, “…nosotros que queríamos preparar el terreno para la amabilidad, nosotros no pudímos ser amables”.

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