por Fabrizio Casari
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Diego Armando Maradona era la magia del fútbol. De vez en cuando, con la camiseta de la selección argentina, fuè un enderezador de errores, un espectáculo único, un arrastrador de todas las emociones, un vengador de las Malvinas. Incluso con su mano, ciertamente ayudado por los ángeles, se las arregló para volar engañando a las alturas, a los árbitros y a la corona inglesa. Con la camisa de Nápoles fue la personificación de la belleza, el líder de la redención de una ciudad, la demostración de cómo un pueblo puede soñar detrás de un hombre. Nápoles, con él, era más que ella misma, tenía que darle del Usted a una majestad tan injustamente enterrada que le quitaba el paisaje que le correspondía.
Diego Armando Maradona era un hombre de todos los excesos. Refractario a la disciplina dentro y fuera del campo, vivió inventando y disfrutando, desperdiciando y arriesgando. Encarnar al Dios del fútbol, después de todo, era una misión que no permitía ejemplos de otras virtudes. Desde el pelo hasta los pies, siempre expresó su rebelión. Nada en él era complaciente y discreto. Ante sus emociones, sus miedos y su ingenuidad eligió vivir como el instinto manda y no como la práctica del buen sentido exige.
Se burlaba del fútbol y de las miserias que lo rodeaban. Desafió las leyes de la balística e incluso la de la gravedad, negó toda la física con su química. No importaba cuál fuera el instinto del momento, decidìa al momento la velocidad que quería dar a su carrera: iban, él y el balón, a romper el aire, a sembrar la maravilla entre sus compañeros y el pánico entre sus oponentes, que delante de su eslalon se convertían de repente en alfileres inanimados.
Hizo inútiles las barreras y los esquemas, los bloqueos y el doblamiento de las defensas, porque el balón simplemente le obedecía a él y no a sus oponentes. Hizo que la pelota se deslizara como si estuviera siempre a ras de la hierba y el intento de contrarrestarla se convirtió en un inútil molino de patas. Incluso la duración de los juegos cambió: ya no eran noventa minutos, sino que duraban hasta que Diego decidió que debían terminar. Luego tomaba el balón y apuntaba a los oponentes y a la portería y, mientras los ojos de los aficionados se salían de sus órbitas ante tanta habilidad y belleza, el resultado corria a cambiarse de ropa.
Nadie podría quitarle la pelota de sus pies, que sólo tentarlo lo expondría a una mala figura. Porque más allá de la técnica superior, la fascinación mutua entre el campeón y el balón no podía interrumpirse. Miraba a sus oponentes en los ojos pero nunca perdia de vista la pelota. Con el balón entre los pies, Diego Armando Maradona se convirtió en el Dios de la estética, niveló la injusticia del deporte, asentó a los justos en las victorias y el balón se dedicó a él, nunca se apartó de su pie izquierdo porque admiraba su gran belleza, la magia que contenía, la fantasía aplicada.
La pelota, tocada por él, se convirtió en una bailarína capaz de pasar del tango al merengue, de la sinfonía clásica a la salsa, al son. Iba donde Diego quería que fuera: el viento, la lluvia y cualquier otro agente atmosférico se detenìa para no comprometer su vuelo.
En su mejor pantorrilla tenía tatuado el “Che”, otro campeón argentino en su especialidad, que era convertir a los sumisos en ganadores. Era un revolucionario Diego Armando Maradona. Su amistad con Fidel Castro, Hugo Chávez y Daniel Ortega le trajo la gloria entre los humildes y el fastidio entre los poderosos. No había ninguna causa de unidad latinoamericana que no lo viera involucrado y participando, comprometido a romper el muro mediático que hay que derribar todos los días para decir la verdad.
Su muerte causa dolor y una sensación de vacío en todos aquellos que aman la belleza y el derecho. Murió víctima de una mala salud y un espíritu indomable. Quería vivir sano y morir enfermo, nunca aceptó la hipótesis opuesta. Nos dejó el mismo día que hace cuatro años nos dejó su amigo hermano, Fidel Castro, el más grande de los grandes. Ambos, en sus respectivas esferas, han roto las reglas y desafiado la arrogancia de los poderosos, han doblegado a los amos del destino cambiándolo de una vez por todas.
No se puede hablar de revoluciones y victorias sin hablar de Fidel Castro y no se puede hablar de la magia del fútbol sin hablar de Diego Armando Maradona. El 25 de noviembre, està confirmado por el Paraíso, es un día destinado a celebrar lo absoluto.