por: Fabrizio Casari
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Habrá una nueva constitución en Chile. El 72 por ciento de los chilenos han aplastado definitivamente la Constitución de Pinochet, aprobando la propuesta de una nueva Constituyente. El pinochetismo se convierte así en un huérfano de superestructura legal-constitucional. Los 155 electores que serán elegidos representarán a toda la sociedad chilena y esto, en sí mismo, es un homenaje en la introducción a la nueva página de la historia chilena que se ha abierto desde ayer. Entre los 155 serán los indios mapuches, que relata el valor así como el resultado político de la victoria y ofrece una sugerencia fascinante contra la representación de clase de la minoría blanca y rica.
La Constitución de Pinochet se convierte así en un recuerdo horrendo, pero ya no es una hipoteca futura. Redactado en 1980 y votado entre acusaciones de fraude, sancionó la continuación de Pinochet sin Pinochet. Esa Constitución era básicamente la forma de mantener vivo un orden funcional al perpetrar el sistema. Un sistema infame, que se basaba -y sigue basándose- en la combinación del hambre y el miedo, el apoyo a los privilegios de clase frente a la reducción a cero de los derechos sociales y políticos, una mezcla aterradora de pobreza y represión. Chile ha experimentado en carne propia el modelo económico monetarista, el turbo-capitalismo que da libertad a las empresas y represión a las personas. Dos elementos que han hecho del país andino un laboratorio al aire libre del peor modelo en la historia de las doctrinas económicas desde la guerra.
El plebiscito de ayer dibuja una profunda mutación en la orientación electoral que no puede dejar de tener sus repercusiones políticas. Sin embargo, esto no debe ser objeto de un triunfalismo prematuro, porque aunque el resultado refleja perfectamente el sentir de la opinión pública chilena, no afecta automáticamente y con las mismas proporciones al equilibrio general del sistema político chileno. Los militares, que son la verdadera clase dirigente del país, tienen una pesada hipoteca sobre el desarrollo democrático chileno y cuentan con el apoyo internacional de la derecha latinoamericana y, sobre todo, de los Estados Unidos.
Son los militares, de hecho, los responsables de mantener la distancia entre la minoría blanca y rica y la inmensa mayoría de los chilenos.
Son los militares, con abuso de ferocidad sádica, quienes establecen las reglas del juego. Representan in loco la cadena de mando que, desde los Estados Unidos hasta la burguesía chilena, garantizan que el sentimiento del golpe de 1973 siga vigente. Además de la situación geopolítica de Chile, las multinacionales americanas disponen de sus considerables recursos de suelo y subsuelo y la élite del país, racista e ignorante, dedicada a la acumulación de vicios y privilegios, desempeña el papel de los interesados en la protección del patrimonio. En resumen: los militares, que tienen el país, imponen la agenda de trabajo al gobierno pero, a su vez, reciben órdenes del Pentágono. Todos juntos, forman el “modelo”.
Un modelo hecho de dolor y sangre para un país que ya con la dictadura militar se había derramado más allá de toda aceptabilidad, y que también con el llamado “retorno a la democracia” no vio mucho cambio.
Muy alto, de hecho, es el precio pagado por las protestas populares vigentes desde octubre de 2019, a las que los estudiantes han dado voz y que siguen encontrando un amplio apoyo de masas: en el grave silencio de la OEA y de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU encabezada por la ex Primera Ministra Michelle Bachelet (que ha intercambiado oficinas con vergüenza y está muy interesada en Venezuela, en cambio) el presupuesto es de 30 muertos, miles de heridos, 10. 000 detenidos, violencia ciega contra los indefensos, violación y tortura, casi 500 manifestantes con heridas en los ojos por balas dirigidas a los ojos por los Carabineros. Porque, al final, la dictadura post-Pinochet, que debería haber marcado el fin de la dictadura con la llegada de la democracia, dio lugar a Pinochet: una forma, parafraseando a Von Clausewitz, de continuar la dictadura por otros medios.
Hay una lógica en el ardor con el que los militares apoyan convenientemente este modelo. La primera es que en un país donde el sistema de pensiones está completamente privatizado, los militares son la única categoría que disfruta de pensiones públicas. Cuando en 1981 Pinochet impuso la privatización del sistema de pensiones, las fuerzas armadas obtuvieron la exención de la privatización y siguieron disfrutando de lo que sigue vigente hoy en día: un sistema público de seguridad social financiado y garantizado por el Estado. Así que están disparando a los que piden lo que está destinado sólo para ellos.
Además, el 10% de los ingresos de la industria minera del cobre va a las fuerzas armadas, que ni siquiera tienen que dar cuenta de ello. Chile es el principal productor mundial de cobre y sus exportaciones representan alrededor del 20% de los ingresos totales del país. El negocio de los militares es excelente, pero en realidad es una macabra ironía del destino: el cobre, que fue legalizado por Salvador Allende, ha permanecido en propiedad pública pero ahora es la primera fuente de ingresos de esos cobardes soldados que lo traicionaron a él, al pueblo y a la Constitución.
Pero con el plebiscito de ayer, Chile comienza a ver la luz al final del túnel, aunque el camino que queda por delante sigue siendo largo y lleno de obstáculos. El altísimo porcentaje de votantes que ofrecieron su apoyo a la cancelación de la Constitución de los pinochetistas no puede leerse sólo con la voluntad de cambiar el orden constitucional y legal del país. La votación de ayer también contiene un juicio político general sobre el gobierno, que cambia el rostro real y el que se percibe internacionalmente en un modelo que es infame pero que ahora agoniza. Es un juicio duro sin apelación al gobierno, a sus recetas socioeconómicas y a su capacidad de gestión: en resumen, a un modelo que ya no es soportable.
¿Qué ofrece el modelo? El 30% de los ingresos de su balanza comercial va a parar a los bolsillos del 1% de la población y Chile se encuentra entre los 15 países más desiguales del mundo. Los salarios son africanos y los precios son europeos, por lo que uno de los países con el PIB más alto de América Latina es inhabitable para el 70% de su población. La deuda per cápita de las familias para llegar a fin de mes alcanza el 48% del PIB. El acceso al agua está en manos privadas. El sistema de pensiones es privado y la atención sanitaria se privatiza para el nivel medio-alto de los servicios, mientras que el público sólo está sujeto a recortes de gastos y se destina a la atención sanitaria de urgencia.
Treinta años de recortes en todos los servicios sociales son la manifestación exangüe de este modelo, la verdadera figura de un sistema que necesita un empobrecimiento masivo para generar riqueza para las élites.
Los votos emitidos ayer, que han escrito la primera página del nuevo libro chileno, deben ser pesados y contados. Cada voto expresado tendrá que ser valorado en los próximos meses, y la necesidad de construir la alternativa democrática y socialista tendrá que basarse en opciones políticas claras que no puedan ser derogadas. Los estudiantes que han sido la columna vertebral de la oposición durante todos estos meses deben ocupar un lugar destacado, y entre ellos hay que dar un agradecimiento especial a la “primera línea”, que se encarga de defender el legítimo derecho a la protesta y de volver a uniformar a las bestias. Son los hijos legítimos de Miguel y Edgardo Enríquez, de todos aquellos que pusieron sus cuerpos entre el golpe bárbaro y su pueblo. No pueden ser ignorados en la representación del Chile que viene. Si a la muerte de Pinochet le sigue la muerte de Pinochet, el Pinochetismo, su último y horrible legado, también morirá.